Breve introducción a la naturaleza de las emociones y lo que todos los padres deberían saber

Podemos sentir lo que sea. Algo en lo que todos los psicólogos coincidimos es que ninguna emoción es «mala», por muy desagradables que pueda ser sentirlas. Todas cumplen una función y han supuesto nuestro medio de supervivencia la mayor parte del tiempo que sumamos como especie. La parte más antigua del cerebro tiene mecanismos de alta tecnología que sirve para que sintamos emociones, es nuestra naturaleza. Nadie puede saber ni decirnos, por lo tanto, que lo que sentimos «está mal» o que «no deberíamos sentirnos así». Esto sería un típico ejemplo de lo que se conoce por invalidación emocional.

Lo que no podemos esperar de un niño es que además de sentirse como nosotros consideramos adecuado, queramos por cualquier motivo o nos sea más cómodo que se sientan; encima se regulen con el mismo raciocinio que si fueran adultos, cuando el ser humano, no nace sabiendo autorregularse, y mucho menos lo aprendemos en la escuela. De ahí que tantos de nosotros como adultos aún sobrellevemos como podamos nuestras propias dificultades de regulación emocional.

Lo que sí podemos hacer (estrategia): es acompañarlos mientras transitan por esos estados e intensidades (según el niño, según el momento); y además es lo mejor que podemos hacer por ellos, pero también por nosotros mismos. Debemos preguntarnos qué saca de nosotros y por qué el que mi hijo se sienta de X manera hace que yo reaccione desregulándome y de qué manera reacciono (por ejemplo, ira a menudo provoca la ira de alguno de los padres, y eso solo hace que escale más la cosa). En este sentido, nuestros hijos son unos espejos que resultan de lo más incómodos, puesto que a menudo nos demuestran cuáles son nuestros propios límites y dificultades, queramos o no queramos darnos cuenta de que existe un trabajo pendiente en nosotros mismos. Lo que sí que a menudo quieren los padres, desde la buena intención o, incluso, desde la más genuina inconformidad es cambiar su emoción. Sin embargo, contagiarnos con su ira o sentirnos implícitamente con derecho a enfadarnos porque no creemos que tenga sentido su respuesta emocional o manera de sentirse ante X situación no hace más que aumentar su malestar, y, desde luego, como referentes no estamos sirviendo de referencia ni buenos modelos.

No se trata de acompañarlo con la pretensión de que deje de sentir o cambiar su emoción (aunque a muchos ya les va a ayudar a tranquilizarse sentirse validados emocionalmente), es simplemente acompañarlos porque tienen derecho de sentirse como se sienten, no por ser mayores debemos pensar que nuestro criterio ha de imponerse al suyo, porque de hecho, es con estas primeras experiencias con las que moldearemos cómo se tratarán a sí mismos en un futuro. Igual que no consideramos que nadie tenga la autoridad para decirnos a nosotros cómo nos debemos sentir, aunque por dentro seamos los peores jueces con nosotros mismos (y, si lo pensamos ¿no será esta la razón por la que no sabemos actuar de otra forma con ellos?).

Ignorar o negar emociones, reprimirlas, evitarlas, o cualquier otra versión de barrer debajo de la alfombra, nunca será un mecanismo de afrontamiento que deberíamos querer que nuestros hijos aprendan por el bien de su salud mental. La identificación, el reconocimiento, la regulación y expresión saludables se basan, más bien, en todo lo contrario.

Otra cosa es lo que hagamos con lo que sentimos, y querer que nuestro hijo aprenda que estar enfadado no le da derecho a romper algo o hablar mal a alguien, no tiene nada que ver, con intentar cambiar el hecho de que se sienta así. Querer que su emoción se resuelva y no se sienta así, representa un objetivo imposible: que nunca se frustre de esa manera, no se enfade con esa intensidad, o no explote de furia. ¿No sería mejor que, nuestro objetivo sea que aprenda a gestionar emociones tan intensas como las que provocan sus berrinches, simbolizando cada uno de ellos, una oportunidad estupenda para practicar las habilidades de gestión emocional necesarias para el manejo de esa emoción de una manera adecuada?

Ellos, como todos, aprenden más por lo que nos ven hacer que por lo que decimos, y es en situaciones límites como esas donde verdaderamente van a entender qué comportamientos son aceptables y cuáles no. Si en un momento de estrés, pierdes los papeles y acabas perdiendo las formas, no solo pierdes parte del respeto y autoridad que naturalmente tendrías como figura referente, sino que le estás dando licencia, inspiración, vía libre, un modelo o como quieras llamarlo, para actuar así.

Gran parte de la labor del psicólogo infantojuvenil o familiar además de ayudar en una gran inmensidad de casos a los menores a desarrollar una inteligencia emocional suficiente, pasa por el eje del entorno inmediato del menor. Al final, en terapia no hay magia ninguna, y quien pasa más tiempo con ellos son las familias, por lo que empoderar a los cuidadores viene a ser siempre uno de los objetivos principales. El psicólogo del paciente infantojuvenil, con frecuencia se deberá de centrar en dar pautas y «educar» a los padres para que puedan aprender más sobre acompañamiento y validación emocional así como sensibilizar sobre la importancia e influencia que ejercemos como modelos adultos de comportamiento o el manejo y proceder con las dificultades que la mayoría experimentan para autorregularse ante situaciones con sus hijos que comprometen su paciencia y que a menudo sienten que exceden sus habilidades.

La mala noticia es que el psicólogo no es como un microondas donde meter a tu hijx para que salga arreglado; la buena es que «la magia» está en casa, y que tú puedes hacer mucho para contribuir a los cambios que favorecen el bienestar familiar. Si tienes ganas de comprender, te comprometes a actuar diferente, colaborar con una actitud participativa y dejarte orientar por las pautas del tratamiento, entonces tus expectativas estarán ajustadas a la realidad y podrás beneficiarte de una terapia.

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